Crítica: ‘Una pastelería en Tokio’ de Naomi Kawase

Por Carlos Zapata Camacho

Realizada en 2015 pero estrenada hace poco en nuestro país, la película “Una pastelería en Tokio” dirigida por Naomi Kawase hace su presencia con una estructura narrativa relativamente tradicional pero de gran solidez, la cual se acompaña de un inteligente equilibrio melodramático: Sentaro (Masatoshi Nagase), un parco hombre de mediana edad, pasa sus días atendiendo un negocio dedicado a la venta de unos peculiares pastelitos japoneses denominados “dorayakis”, similares a nuestros archiconocidos y occidentales alfajores, también compuestos de dos masas redondas,  pero que en lugar de dulce de leche utilizan de relleno una pasta de poroto endulzado. El negocio dista de ser una tradicional pastelería, se asemeja más a un establecimiento de comida rápida (símil fast-food del desayuno o la merienda). Sentaro se encuentra atrapado en la producción rutinaria de esos pasteles como si se tratara de un castigo autoinfligido, dedicando su vida a un trabajo que lo fastidia, y encima lo sacan de quicio las estudiantes que suelen consumir en esa tienda. Una de esas estudiantes, Wakana (Kyara Uchida), la cual posee serios problemas de relación con su madre, intentara ser tenida en cuenta, sin gran éxito, como ayudante en la pastelería pero será una anciana de 76 años llamada Tokue (Kirin Kiki) que llega al negocio de casualidad, también buscando empleo, la que será finalmente aceptada por Sentaro (muy a regañadientes y  tras una negativa inicial). A partir de ese momento la vida comercial del local de “dorayakis” cambiará de forma cuantitativa y cualitativa: la clientela del local será, a partir del arribo de la anciana, de sobremanera mucho mayor y el comentario “boca en boca” garantizará una larga fila de personas dispuestas a experimentar con sus propios paladares lo que se dice en la calle sobre tan exquisitos pasteles. Así, gracias a su receta secreta de anko (nombre del dulce de relleno), Tokue ayudará a que el negocio prospere pero también prodigará profundas lecciones de vida a los dos personajes que la rodean: dos generaciones distintas representadas por el ya mencionado  jefe de la pastelería y la joven Wakana. Sin embargo, detrás de este aparente triunfo acechará un peligro latente: un cliente desconocido ha podido identificar las profundas marcas en las manos de la cocinera, secuelas de una enfermedad infecciosa que la sociedad ha sabido impregnar de prejuicios, estigmas, discriminación y vergüenza.

La directora japonesa Naomi Kawase realiza su película apropiándose de las ideas centrales de la novela “An” de Durian Sukegawa, novela cuyo título se corresponde con una palabra genérica que hace referencia a la pasta dulce de poroto (anko), el relleno que junto a las dos masitas darán como resultado los mencionados pastelitos de la historia. El producto de esta transposición son imágenes bellas y de una gran intensidad lírica: ya en la primera escena podemos observar la rutinaria y fatigosa travesía de Sentaro al inicio de un día contrapuesta a la delicada belleza serena de los cerezos en flor. Varios segmentos similares dentro del film nos despertaran también una profunda emoción, sentimientos que suelen estar presentes en las experiencias aparentemente más obvias y sencillas de la vida, y que no reconocemos habitualmente, pero que el arte del cine es capaz de representar y transmitir, dando como consecuencia, en este caso, una admirable estética realista que se evidencia en la mostración de la existencia en cada detalle, en cada mirada, en cada instante. También es posible identificar en el film otras cuestiones, como ser un dolor silente pero profundo fruto quizá de malas decisiones personales, el tema del paso del tiempo y la vejez, la cercanía de la muerte, la regeneración a través de una nueva vida, la alegría como estado transitorio, la historia de los segregados, etc.

La película entrecruza los caminos existenciales de una anciana, un hombre callado y taciturno y los de una adolescente. Se nos propone, así, un diálogo entre tres formas de exclusión social (una por motivos de salud, otra por causas económicas y la última por consecuencias familiares) para ir construyendo un delicado discurso sobre la posibilidad de creación de comunidades afectivas alternativas a fin de combatir la soledad social. Nos encontramos con tres almas necesitadas, cada una con su propia historia, pues “todos en este mundo tienen algo que contar”, sólo que hay que saber escuchar y observar, atender y apreciar, y en ello es entusiasta, delicada y suprema esta película. No por nada vemos a Tokue maravillarse con el cerezo florecido en la puerta de la pastelería, además de acercar sus oídos a los frijoles que se cocinan en la olla. Es merced a esta enseñanza sobre saber escuchar las historias que las cosas  tienen para ofrecernos que Sentaro cicatrizará una herida abierta proveniente de un pasado oscuro y así poder renacer un día.

Podemos decir que estamos ante un drama sensible, suave y de refinada presencia que se toma su tiempo para expresar las vicisitudes, los errores, los miedos, los sueños y sobre todo los anhelos y las esperanzas, deseos estos últimos que nos ayudan a iluminar los senderos de nuestras vidas, muchas veces oscuros, y lograr así tomar la decisión correcta para avanzar y seguir adelante. Sin que abunden, todo ello es acompañado en algunos momentos por pequeños segmentos de humor, los cuales resultan por demàs bienvenidos.

Resulta imposible no observar, por otra parte, que este film bien podría ingresar dentro del género de cine de cocina y/o de los cocineros. Son de especial importancia los momentos que reúnen a Sentaro y Tokue alrededor de ese peculiar sitio: la empleada septuagenaria que presenta unas dificultades en las manos, las cuales son las secuelas propias de una enfermedad padecida, entra en contacto asistiendo a un hombre torpe y por momentos esquivo que irá transformando su hosquedad ante la ternura de esa anciana que tanto había evitado contratar para que colaborara con él.

Es posible identificar, también, que la comida se nos aparece como una especie de alegoría de la vida. En esos dulces pastelitos llamados “dorayakis” el film parece develarnos el secreto de la felicidad más absoluta. Los pequeños detalles en los que se centra el relato al describir los pasos para la obtención de esa dulce pasta de relleno adquieren un posible paralelismo con un posible mensaje que atraviesa, de forma latente, casi todo la historia: aquel que afirma que en los pequeños detalles de la cotidianeidad se puede encontrar la satisfacción personal y la alegría de vivir. En el tratamiento que la cámara realiza sobre cada paso de la receta se infiere una oda a una forma de actuar que claramente ya casi no forma parte de nuestras vidas: en un mundo donde se levantan “monumentos” a la rapidez y la consecuente eficacia, y cuyo clímax último es la obtención del dinero, saber reconocer y apreciar el tiempo que requieren ciertas cosas en su elaboración conlleva el descubrimiento de la gratitud y el agradecimiento, parece querer resaltarnos esta historia.

Por otro lado, la película también busca acercarse y dar luz a aquellos seres a quienes la sociedad margina y abandona. En este caso especial, son los enfermos de lepra que durante décadas fueron excluidos de la vida pública en Japón, merced a una ley del año 1953, y confinados a la fuerza en centros especiales, cuasi guetos, siendo apartados de la vida urbana. En esto sitios las personas afectadas por la enfermedad eran sometidos a estrecha vigilancia, se las esterilizaba, se provocaban abortos (a pesar de que la lepra no era en absoluto heredable) y no se les permitía salir sin permiso. Todo ello prosiguió a pesar de que ya en 1960 la OMS había advertido de que tales medidas no eran necesarias en absoluto. La marginación de estas personas, a nivel fílmico, como símbolos fácilmente reconocibles en occidente en los diferentes grupos sociales perseguidos y excluidos, sea por ideología, religión, cultura, raza, género, clase social, etc., ya que la discriminación y la xenofobia son una problemática de índole universal y no solamente local. La “Ley de prevención de la Lepra” que obligaba a apartar a las personas con esta enfermedad ya ha desaparecido en el Japón actual (año 1996) pero no les fue tan fácil a esas personas reinsertarse en la sociedad. Como a Tokue en la película, la mayoría de ellas no sabían a dónde ir o recurrir luego de salir del cautiverio. Habían pasado la mayor parte de su vida aislados y sin contacto con sus familias. Los prejuicios sociales y la miseria hicieron el resto: al final, la mayoría de ellos tuvieron que regresar a su encierro. Actualmente continúa siendo un estigma grave padecer esa patología ya que, implícita o explícitamente, continúa la discriminación en ese país, como sucede de forma habitual en diferentes partes del mundo cuando la estupidez humana se impone a la razón.

Para finalizar, podemos afirmar que en esa predilección que tiene la película por mostrar las cosas más efímeras, los detalles más nimios, el lento transcurrir del tiempo, hallamos la intención de que nosotros, los espectadores, observemos aquello que no es tan evidente en nuestras vidas dado el vertiginoso ritmo actual de nuestra existencia. Al descubrir lo no evidente debajo de la superficie de  lo cotidiano hay una búsqueda de que el público otorgue otro sentido a su existencia, más humana, más íntima, más verdadera, en definitiva, más trascendente. Y todo ello realizado a “fuego lento”. La focalización de las imágenes en la preparación de los “dorayakis”, teniendo en cuenta cada paso de la receta, con gran delicadeza y cariño, resalta una forma de proceder que ya casi ha desaparecido en nuestros tiempos. Ya que hacer las cosas artesanalmente, por uno mismo, requiere tiempo y paciencia, todo lo contrario a comprar una pasta de relleno procesada industrialmente, como la que Sentaro recibe todas las mañanas de su proveedor. Estética de la lentitud y gusto por el trabajo bien hecho nos parecen reflejar las imágenes de la película, gracias a las cuales nos resulta imposible, luego de verla, en no reparar  un momento siquiera, por pequeño que sea, en tener en cuenta aquello que nos rodea ya que en los detalles más insignificantes suele habitar la belleza y la satisfacción individual, aun cuando las adversidades del sistema materialista en que estamos insertos traten de impedírnoslos. Sino basta mirar a Tokue, una anciana que padece lepra y la discriminación de toda una sociedad, la cual  realiza los mejores y más ricos “dorayakis” que uno haya podido probar y que no renuncia a su deseo de ser feliz por mucho que la hayan aislado del resto de la comunidad.

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